¿Por qué los vendedores de coches de ocasión son más demócratas que los profesores de piano?

enero 2012

Hace muchos años tuve que vender mi viejo Opel Corsa 1.5 D, ya que el pobre había rebasado los 150.000 km y, por razones de trabajo, yo necesitaba un coche con mucha más vida por delante.
Como no quería dedicar todo el verano a este cometido tan “apasionante”, le puse un precio que era un poco inferior al que me habían recomendado los “entendidos” (mi mecánico, un señor dedicado a la compra-venta y, también, algún conocido). Digamos, pues, que si el precio recomendado era X, decidí que yo lo vendería por el 80% de X.
Cuando alguien llamaba para verlo, yo le explicaba que el coche tenía 150.000 km y que todavía era útil para un uso eminentemente ciudadano, de ahí su precio. Pero fueron pasando las semanas, luego los meses y, visita tras visita, siempre había alguna opción mejor para el futuro comprador. Por consiguiente, decidí rebajar el precio al 60% de X.
Ni aún así pude conseguir venderlo. Una y otra vez, el cliente encontraba algún coche de ocasión en algún concesionario con menos kilómetros y similar precio. Fue por eso que opté por dirigirme yo también a un concesionario cuyos propietarios me eran relativamente conocidos. Les conté mis peripecias hasta el momento y les dije que pedía por el coche el 80% de X, pero que, dadas las circunstancias, me conformaría con mantuvieran el coche en exposición y, si lograban venderlo, me pagaran el 60% de X, fuese cual fuese el precio final que ellos hubiesen fijado por el coche.
Al cabo de una semana  -¡una insignificante semana!-, me avisaron del concesionario haciéndome saber que ya habían vendido el coche. El vendedor que me era más familiar me hizo sentar en su despacho y me dijo que la venta resultó relativamente fácil ya que el coche estaba bastante  bien. En consecuencia, y como trato de favor, comentó, no me iban a pagar sólo el 60% de X, sino el 100%.
No me fue posible conocer el precio final real obtenido por mi viejo Opel Corsa. No obstante, yo, en mi extrañeza, insistía en saber cómo se lo habían hecho para venderlo tan rápido y a tan buen precio, tal vez acomplejado por mi incapacidad manifiesta.
En un alarde de sinceridad, el vendedor me dijo:
-A la gente no le gusta la verdad pura y dura. La gente quiere que le digan exactamente lo que quiere escuchar.
No sé exactamente por qué, a raíz de este comentario, me vino a la cabeza una conversación que había mantenido, unos días antes, con un profesor de piano de una escuela municipal de música, afortunadamente hoy ya convertida en conservatorio.
Yo me mostraba sorprendido por el hecho de que muchos de mis alumnos de 11 años dejaban los estudios reglados de música y se matriculaban en escuelas de música moderna. El profesor, un hombre de mediana edad, me dijo con cierta tribulación, siempre muestra de espontaneidad, que aprender a tocar un instrumento era muy poco “democrático” para los tiempos que corren    -corrían-. Que en la escuela de música moderna plantaban al alumno delante de la batería o la guitarra eléctrica sin pasar por el “mal trago” de darle una base que le capacitara para interpretar una sencilla partitura. Allí -decía- educan en la originalidad y la espontaneidad…, tanto que jamás serán capaces de reinterpretar ni su propia música. El piano, en cambio, -añadía- necesita de tres largos años de aburrimiento repitiendo escalas para que el alumno se vea capaz de interpretar sencillas partituras. Pero es el único camino para ser capaz de hacer y tocar música realmente.
Y a todo esto, ¿a qué vienen estas pequeñas anécdotas personales?
Pues bien, miren; necesitamos de muy poco tiempo para endilgar a los políticos la responsabilidad de casi todos nuestros males, incluyendo el de la crisis que vivimos. Pero, en realidad, los políticos tienen la misma responsabilidad, ni más ni menos, que el vendedor de coches que decide no explicar estrictamente la verdad para no perder una venta. Cualquier cosa antes de que el cliente acuda a otro que le regocije con sus cantos de sirena.Y, por supuesto, los clientes somos los votantes que no atendemos a razones y demandamos una concreción y una magnanimidad imposibles. Ya decía, creo recordar, G. Bernard Shaw que lo que realmente definía a la democracia es que los gobernantes no podían ser mejores que los gobernados.
¿Y el profesor de piano? ¿Qué papel encarna en esta metáfora? Pues verán: con sus normas y protocolos, con sus metódicas y anodinos procedimientos se asemejaría a un pulcro juez  poco dado a la demagogia y a la aclamación popular. Un juez que interviniese contrariando la voluntad del pueblo, siempre en busca del camino fácil y de los derechos “inmanentes”, para advertirle de que la justicia y la libertad requieren de tenacidad y esfuerzo. Lejos de llevarnos a la tierra prometida, el ser consecuente nos acerca a la verdad, al conocimiento, aunque tal vez nos aleje de nuestros “democráticos” deseos.
Borges afirmaba que la democracia era prácticamente una superstición, basada en el uso futil de la estadística. Yo no voy a ir tan lejos, -Borges sería un pésimo vendedor de coches-, pero sí creo que no debemos poner el arado delante de los bueyes, es decir, que la verdad es antes que la democracia.

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